El término griego logo se aplica como sufijo
a la especialidad o conocimientos que posee una persona como por ejemplo,
paleontólogo, ornitólogo o enólogo.
De un tiempo a esta parte ha proliferado la
aparición en los medios de comunicación de muchas personas autodenominadas
intelectuales, cuya finalidad consiste en opinar. Son los opinólogos, aquellos que se ganan la vida opinando de todo. No
deben confundirse con aquellos expertos que, a solicitud de los medios de
comunicación, emiten su docta opinión exclusivamente sobre lo que conocen y
además y, lo más importante, altruistamente, sin ánimo de lucro.
El opinólogo
es aquel que, además de opinar incluso de lo que no sabe, es capaz de sentar
cátedra, o así lo cree él. Son tan osados que no tienen inconveniente en hablar desde los misterios de la
microbiología, la cultura maorí, la pesca de altura o las comidillas de los
“famosos”, pasando por cualquier tema que se les proponga, por escabroso y
complejo que pueda resultar. Este espécimen siempre se manifiesta con gran
contundencia, en la confianza de que así da mayor sensación de credibilidad. Poco
preocupado por lo correctamente político, procura que su opinión sobresalga de
la de los demás, aunque para ello deba recurrir a la manida maniobra de
interrumpir con mala educación y gritar más de lo necesario.
Algunos opinólogos
poseen el don de la ubicuidad. Con frecuencia se les puede ver y oír en
tres programas en el mismo día, en diversos medios audiovisuales y en distintos
lugares geográficos.
Una ramificación del opinólogo es el tertuliánogo.
No hace muchos años, las tertulias consistían en reuniones de intelectuales que
tenían lugar en cafés, casinos, ateneos, asociaciones científicas o literarias.
En ellas se discurría amigablemente sobre la materia que interesaba a los
presentes, escuchando con mucha atención a los considerados más entendidos en
la materia que se tratara. La diferencia entre aquellas reuniones de
intelectuales y las de los actuales tertuliánogos,
es que los primeros eran realmente unos eruditos, respetaban las ideas y
opiniones de los demás, esperaban respetuosamente su turno con educación y
talante versallescos, sin utilizar los epítetos e insultos tan habituales en
las tertulias actuales, en las que prima la usurpación de la palabra, cortar continuamente
a los demás, aunque siempre se enoja cuando el interrumpido es él.
Mención especial merece el opinólogo supuestamente experto, cuando
interviene en tertulias económicas. Siempre utiliza trivialidades, obviedades,
utopías o, simplemente, se limita a repetir como un loro lo que ha oído o leído
recientemente de un par de gurús que les cae bien y que, cuanto más
destructivos y pesimistas sean, mucho mejor. En éstas tertulias, su objetivo
consiste en poner cualquier escenario que se trate mucho más negro de lo que ya
esté. Da la impresión de que disfrute produciendo más desazón y ansiedad de la que
ya acumula el ciudadano. Día tras día se afana en recordar que padecemos de un
cáncer económico que avanza imparablemente, sin remisión. Nunca, o muy
raramente da alguna noticia buena. Siempre critica las medidas del gobierno de
turno, sean del color político que sean. Suele utilizar chascarrillos como “yo
siempre he dicho” “como me habéis oído decir” Se dedica a criticarlo todo pero
sin aportar jamás una idea, sugerencia o, razonamiento en la que sostener o argumentar
su infinita disconformidad.
Da la impresión que al opinólogo económico le interesa que dure la crisis para seguir percibiendo
sus canonjías por opinar, promocionar sus libros, anunciar tsunamis económicos y emitir mensajes destructivos en sus blogs y twitter. Forma parte de una
fauna que se aprovecha de la buena fe de los demás con total impunidad, ya que él
sabe, perfectamente, que nunca será acusado de sus dislates y excesos. Lo
máximo que les pasará es pasar al olvido.
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