Debido al actual grado de enardecimiento, una
gran parte de la población cree, inocentemente, que dejar que se hunda una
entidad financiera, sería el mejor castigo a infligir a sus responsables. Se
imagina al banquero que ha conducido a la entidad a la debacle, con chistera,
leontina y un gran habano, completamente arruinado, en la cola del INEM, o pidiendo
limosna en la calle. Nada más lejos de la realidad. Nunca se ha visto una
estampa semejante. Se comportan como los malos capitanes de barco que saltan
del barco antes de que éste se hunda.
Actualmente, el dilema recurrente cuando un
banco es inviable es: a) ¿debe reflotarse para retornarlo a la rentabilidad? o,
b) es preferible dejarlo a su suerte y que caiga por si solo. Dado que la
primera opción es la que se han adoptado, nos centraremos en la opción b).
Ante el anuncio formal de dejar caer a un
banco y, aunque se pretendiera dar tranquilidad y confianza, no se podría
evitar que los impositores retiraran todo su dinero del banco afectado para
meterlo bajo el colchón o expatriarlo a Alemania, por ejemplo. Paralelamente se
produciría un efecto mimético que afectaría a otras entidades, incluso más
rentables y capitalizadas provocando un tsunami en el sistema.
Accionistas
En toda quiebra comercial los accionistas suelen
perder su inversión. Técnicamente es lógico. No obstante, en el caso de la
Banca cabe una importante matización. Los grandes accionistas, aquellos que
poseen paquetes significativos, los inversores institucionales, los fondos de
inversión y pensiones, no esperan a los acontecimientos. Sus brokers, sus contactos de altísimo nivel
y su privilegiada información les alertan cuándo deben vender sus acciones. En
cambio, los realmente afectados son los cientos de miles de pequeños
inversores, -en el caso de Bankia, 400.000- que adquirieron, con sus ahorros, acciones
de la propia entidad por la presión del director de su sucursal, prometiéndoles
que se trataba de una inversión altamente rentable y liquida, naturalmente,
para la propia entidad.
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