Un plan estratégico es un documento en el
cual se intenta plasmar cual será el camino de un proyecto generalmente a medio
o largo plazo que contempla tres fases: objetivos, políticas y acciones y se
subdivide en plan director; plan operativo anual y los sistemas de soporte para
lograrlo.
Recientemente, esas tradicionales fases y
procesos han sido sustituidas por “hoja de ruta”. En toda reunión que se
precie, el máximo responsable ha de explicar la hoja de ruta, a fin de demostrar
que está a la altura que su alta magistratura exige.
Tradicionalmente, la hoja de ruta proviene
del entorno empresarial y se puede definir como: “listado de todos los
clientes, donde se clasifican según la periodicidad de visitas que requiere
cada cliente en particular”. También se utiliza para “organizar el tiempo del
vendedor y orientarlo acerca de lo que debe hacer diariamente, con el fin de no
perder de vista a los clientes y mantenerse siempre en contacto con ellos”.
En el ámbito de la política ese término fue
empleado para definir el último plan de paz entre Israel y los palestinos y se
ha enseñoreado del lenguaje político y empresarial. No pasa un día en que no se
menciona en tertulias o entrevistas.
Cuando los responsables políticos y dirigentes
de una organización cogen cariño a un concepto y se adueñan de él lo explotan hasta
que nos casamos de oírlo mismo, pasando entonces al olvido, y sustituirlo en
busca de otro sinónimo, pero nunca utilizando los conceptos tradicionales,
porque los consideran como retrógrados y pasados de moda, a fin de parecer más modernos
y verosímiles.
Cualquier proyecto que quema en las manos se
endosa a terceros para que emitan un dictamen a través de una hoja de ruta con
la esperanza de que, cuando ese trabajo –bien remunerado por supuesto- finalice,
lo más probable es que se haya olvidado el motivo que lo originó o que al
cambiar el entorno haya quedado obsoleto ¿Cuántas hojas de ruta han acabado en
nada o en el olvido?
Puede que peque de ingenuo, no lo dudo, pero
abrigo la secreta esperanza de que los ciudadanos sean más racionales de lo que
sospechan nuestros políticos. Que el mecanismo de la memoria no lo tengan
atrofiado con tanto enfrentamiento, insulto y descalificaciones y sepan valorar
el conjunto de actuaciones de unos
y otros para que, al final, no sólo estén en juego las propuestas electorales,
importantes sin duda, sino algo tan intangible y tan vital como la credibilidad
de quien las hace. Este atributo se gana en el día a día, en una larga carrera
de cuatro años; siendo coherente y fiel a lo prometido, o al menos explicando
las razones profundas de los cambios de política.
En su inmensa mayoría, los electores siempre mantienen alguna confianza con su partido político de “toda la vida”, pero un síntoma de la madurez democrática de los ciudadanos de un país se deben comportar como clientes exigentes a los que les importa mucho la apariencia del género que se les ofrece, pero actúan en función de la fiabilidad que les ofrece el vendedor.
En su inmensa mayoría, los electores siempre mantienen alguna confianza con su partido político de “toda la vida”, pero un síntoma de la madurez democrática de los ciudadanos de un país se deben comportar como clientes exigentes a los que les importa mucho la apariencia del género que se les ofrece, pero actúan en función de la fiabilidad que les ofrece el vendedor.
Los ciudadanos exigen más soluciones y menos
hojas de ruta. Con la que está cayendo y los nubarrones que se divisan en el
horizonte los responsables políticos y económicos deberían ser conscientes de
ello y dedicar menos tiempo a explicar lo que harán a través de hojas de ruta que
hacer lo que deben y tomar decisiones que, para eso cuentan con legión de
asesores, consejeros, directores generales, etc. que cuestan un buen dinero al
contribuyente. En una palabra, la gente agradecerá más resultados y menos teorías.
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