En la última década del siglo pasado, cuando las
Cajas de Ahorro españolas cayeron en la cuenta de que en su conjunto ostentaban
el 50% del negocio de las entidades financieras decidieron competir
abiertamente con los bancos a pesar de las diferencias ideológicas que separaban
a ambos colectivos. Con esa decisión, las cajas se alejaban de su filosofía
tradicional de fomentar el ahorro, sobre todo de familias y particulares y
dirigirlo hacia finalidades de carácter social, mientras los bancos eran
sociedades anónimas con afán de lucro a fin de retribuir a sus accionistas. Esa
decisión que al principio les dieron buenos resultados, fué el embrión de la
debacle que se producía pocos años después.
Ese
cambio del modelo de negocio quebró la característica más importante de las
Cajas, basada en que los delegados de oficina conocían personalmente a cada
cliente, custodiaban su patrimonio y les asesoraba sobre inversiones. Ese
aspecto, unido al hecho de tratarse de entidades sin ánimo de lucro y, por
supuesto la Obra Social, fueron los aspectos más sobresalientes de que las
Cajas de Ahorro alcanzaran el prestigio y fama que las diferenciaba de los
bancos.
Para lograr los nuevos objetivos, basaron su
estrategia en crecer orgánicamente abriendo nuevas oficinas y contratando más
personal –en menos de veinte años el conjunto de cajas españolas abrieron 6.300
nuevas oficinas, la mayoría de ellas en distintas áreas geográficas donde
radicaban- mientras los bancos reducían sus estructuras, adquirían otras
entidades y se internacionalizaban.
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